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El jardín de Bomarzo

El cisne negro

Cuando apareció en Italia todos empezamos a pensar que también podría llegar a España

Publicado: 18/03/2020 ·
17:26
· Actualizado: 18/03/2020 · 17:26
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Bomarzo

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"Metáfora que describe un suceso sorpresivo de gran impacto socioeconómico y que, una vez atravesado, se racionaliza por retrospección haciendo que parezca predecible o explicable". La teoría del cisne negro fue desarrollada por el filósofo Nassim Taleb y como ejemplos ilustrativos propone la Primera Guerra Mundial, la gripe española, los atentados del 11S o esta pandemia del coronavirus.

Mientras que eran chinos los afectados el resto del mundo vivía ajeno al Covid-19. Cuando apareció en Italia todos empezamos a pensar que también podría llegar a España, pero no nos planteamos ni mínimamente que pudiéramos llegar a estar en estado de alarma, confinados en nuestras casas. Si hace tres semanas alguien nos decía que iba a comprar mascarillas se le enmarcaba en histérico e hipocondríaco. Pero el mundo global nos trajo al bicho y tuvieron que empezar a caer españoles enfermos en progresión diaria exponencial para que empezáramos a limpiarnos las manos, a tener los pomos de las puertas o los botones de los ascensores como un potencial nido de contagio, a salir en masa a comprar comida como si no hubiese un mañana y a comprar esos rollos de papel higiénico que resultaría digno de estudio qué tipo de campaña hizo alguna marca para conseguir su venta masiva hasta en Australia. Aún así, una parte de la población seguía pensando que todo esto era una exageración y hasta el mismo viernes pasado se organizaban banquetes de boda y comidas de amigos. La declaración del estado de alarma y el consiguiente confinamiento, unido al seguimiento constante en los medios con continuos datos sobre la evolución del virus, sus efectos y las medidas de prevención, fue la única manera de conseguir que todos pusiéramos los pies en el suelo.  

Una vez que empezamos a asumir las consecuencias de esta plaga enferma que nos azota y convencidos como estamos, al menos casi todos, de la necesidad de protegernos y de proteger a los nuestros cumpliendo el mandato de quedarnos en casa y de ser muy cautos ante el contagio, apartada momentáneamente la urgencia porque no corresponde ahora analizar la gestión de esta crisis, los tiempos de respuesta y la toma de decisiones, lo primero que nos asalta tras estos primeros días de confinamiento es, sin lugar a dudas, el comportamiento social. Y parece que si Dios existiera, tal y como en fe le profesa el catolicismo, no encontraría mejor fórmula que esta aplicada para detener el mundo y cambiarle radicalmente el escenario a la vida, poniendo en valor lo importante y redimensionando lo superfluo. 


Y esto nos permite reflexionar sobre la conducta del ser humano, su manera de relacionarse, de protegerse, de valorar lo que tiene y disfruta, de los espacios abiertos, del cielo o del tacto mar en los pies, de una caricia o unos besos sentidos, del abrazo amigo, de la electricidad que tanto se echa en falta con la pérdida del contacto de la piel, de las cosas pequeñas que realmente son las que importan, de todo aquello hermoso que convierten al ser en humano; perdido todo de un plumazo, arrebatado, el ejercicio de conciencia social es brutal y cambia por día, casi por horas.

También la sociedad decide cómo comportarse frente a sus mayores, aquellos que te lo dieron todo, la misma vida, y a los que no siempre les prestamos la atención y el cuidado que merecen y que ahora son frente al Covid-19 los más vulnerables. ¿Les proteges o, como debaten internamente algunos países, preservas la economía en beneficio de los fuertes? Fuertes y débiles, la historia está repleta de ejemplos. Y la humanidad cubierta de errores.

La reacción social es el ejemplo más importante de estos primeros días de confinamiento y, confieso, no esperaba algo así, el pánico colectivo y el miedo nos hace mejores. Veremos por cuánto, pero hasta ahora nos recuerda que el ser humano es, por naturaleza, bueno, al menos en un porcentaje muy elevado y casi nos habíamos olvidado de ello porque la velocidad de este mundo global nos despista en lo esencial. De pronto aflora la solidaridad como cordón imaginario que une al humano en esta lucha por la supervivencia y nos damos cuenta que no sólo es importante protegerse a uno mismo, también a los que tenemos cerca. Descubrimos a vecinos que no sabíamos que existían. Dedicamos tiempo a la familia, a hablar, a hacer reír a los demás -meme"Llevo toda la tarde charlando con mi mujer y, oye, qué simpática es...!-. Sacamos de cajones juegos de mesa o inventamos divertimentos que nos unen. Echamos el freno a la frenética vida que llevábamos y hacemos vida en el balcón. Medimos bien qué comer y paramos el consumismo compulsivo en el que estábamos sumergidos, tirando de armario y comprobando cuán profundo era. Descubrimos que el individualismo sirve de poco porque el mundo entero es importante para nuestra supervivencia. Volvemos a poner en su sitio el valor de las profesiones que desde principios de la historia del hombre han sido esenciales para mantenernos vivos: los sanitarios y los que trabajan en los servicios básicos necesarios para mantener nuestra vida. Más que nunca vemos el ingenio humano, el humor tan necesario en los momentos difíciles y la solidaridad hacia los más vulnerables. 

Y, también, de pronto, necesitamos información veraz, esa que suministra el periodismo de rigor y no el de pandereta y son más necesarios que nunca los periodistas de raza, de contraste, los que entienden este noble y muchas veces denostado oficio desde la vocación de servicio y, claro, el virus contagia y deja al descubierto muy rápido al mentiroso y a su mentira porque la gente preocupada busca ansiosa la información buena. Y cuando buscas con interés, distingues fácil.

Este parón forzado en el modus vivendi y en el camino que, en especial desde este siglo, habíamos emprendido, también nos ha de hacer analizar hacia dónde íbamos. Venecia, por primera vez desde hace decenas de años, luce un agua cristalina, repleta de peces y la ciudad ha perdido ese olor a agua putrefacta que antes la invadía. Madrid, en sólo dos días de confinamiento, ha reducido su nivel de contaminación atmosférica en nada menos que un 35 por ciento. Son dos datos que no necesitan desarrollo alguno. 

Sobre el origen circulan teorías, la del murciélago, la de la limpiadora china que rompió una probeta, la del ataque de Trump a China -competidor industrial y comercial-, la de algún poder económico malvado a lo James Bond, la del experimento-tipo para ver cómo se comporta la sociedad, la economía y los gobiernos ante un ataque viral o la de una eliminación de los sectores de población que no producen y cuestan dinero, provocado por poderes políticos y/o económicos; la de la prueba piloto de una guerra que ha cambiado las bombas por un virus que en este caso no es excesivamente letal, pero podría haberlo sido. Da igual el origen porque no sabremos la verdad real nunca y, lo cierto, es que al igual que el otoño pasado con los ataques masivos de piratas informáticos a administraciones públicas y empresas empezamos a tomar consciencia de lo que puede provocar un ataque por virus informático -el mundo inmerso en caos, porque todo está informatizado-, ahora tomamos consciencia de lo fácil que es morirnos por una pandemia. Y ello nos lleva a tener claro que las armas de las guerras, ya no del futuro, del presente, vendrán en formato virus, informáticos o infecciosos. Y ante eso hay que protegerse, tecnológica y sanitariamente, pero sobre todo socialmente.

Ésta será, sin duda, la guerra que hoy nos debe hacer cambiar, al menos en lo que depende de cada uno para el establecimiento de un nuevo orden social, más humano, más solidario, menos consumista, más respetuoso con el medio ambiente y con los demás. Tal vez cuando pase esto, que pasará porque nos extinguiríamos antes por idiotas tras una subida de colesterol en esta ingesta confinada y compulsiva de alimentos que de tos o fiebre vírica, analicemos el vuelo de este cisne negro que sobrevuela nuestras mentes y recuperemos valores perdidos, tomemos conciencia real de la necesidad de proteger a la especie de todo el mal que a diario se le hace y del cual, todos, somos conscientes. Si es así, el precio a pagar ahora, que será muy elevado en vidas y en vida, resultará barato.

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