Es temprano. El cielo aún espera, impaciente, la luz del alba. Bajo los escalones, entro en la cocina y preparo un café. Taza en mano me dirijo al cuarto de baño. El espejo me dibuja más viejo de lo que yo me sueño. Aunque parezca que me estoy quedando calvo, lo cierto es que mi pelo ha cambiado de estrategia. En lugar de acumularse en la coronilla, se atrinchera en mis orejas. Junto a los ojos, más que patas de gallo tengo un corral entero. De frente mi cuerpo aún da el pego, pero de perfil las carnes fláccidas recorren un imposible camino desde mi pecho hasta el suelo pasando por mi barriga. Qué mala es la edad, jejeje. A pesar de tanta fealdad me meto en la ducha. Hace unos años, quizás veinte, hubiese intentado quererme en la soledad del plato de ducha, pero hoy me canso solo de pensarlo.
Limpio pero igual de feo, salgo del baño y me termino la taza de café en el salón. Tras las persianas ya entra algo de luz, el ladrido de un perro y el llanto de la noche vencida por la madrugada. Regreso a la habitación para vestirme y recuerdo la voz de mi madre diciendo: “Aunque la mona se vista de seda...”. Así que no me como mucho la cabeza, vaquero al canto y camiseta negra que disimule el universo grasiento que rebosa bajo ella. No sé por qué, pero recuerdo una maldición que una gitana le echó al dueño de un bar hace unos años. “Gordo y calvo te veas y ardentía en los huevos de entre”, le dijo mientras yo seguía apoyado en la barra. Quizás algo de esa maldición me salpicó y aunque por ahora mis testículos no me ‘jierven’, lo cierto es que voy cogiendo forma como un trozo de plastilina en manos de Botero cuando era aún un crío. Limpio y vestido pongo a tostar un par de rebanadas de pan. En un plato, un poco de aceite, una pizca de sal y un diente de ajo. Ya que soy feo, por lo menos que mi aliento vaya de la mano para no confundir a las féminas con problemas de vista. Es decir, aquellas que me dicen, “no eres tan feo”, yo les contesto, “porque no has captado mi aliento”.
Limpio, vestido y desayunado, subo a la habitación donde mi queridísima mujer permanece sumida en un mundo de destellos oníricos con mi por ahora único hijo recostado a su lado, con la cabeza cerca del pecho. Paso de seguir mirándola ahí, tumbada, dormida, con poca ropa, porque me conozco y la gente no comprendería porque siempre voy tan salido por la calle. Cierro los ojos y a ambos les beso en la frente.
Abro la puerta de la calle y salgo a la sociedad descansado, limpio, vestido, desayunado y con energías renovadas… y con suerte, porque al segundo paso pegué un saltito y evité pisar por enésima vez una caquita de perro cuyo tamaño, textura y forma me hizo pensar en que hay vecinos que en lugar de canes tienen vacas. Sorteada la sorpresa escatológica, doy un paseo para despejar la mente pero no dejo de pensar cuánto me quiero, cuánto me amo, cuánto adoro cada uno de mis gestos. ¿Se me notará en la cara lo feliz que me siento? Tengo el alma limpia como las arcas de Innobar. Así me sentía cuando me crucé con una de esas personas que siempre viven más pendientes de los defectos de los demás que de los propios, una de esas personas que tras el Hola de cortesía tarden medio segundo en lanzarte un tirito, o dos. “Quillo, estás más gordo... y más calvo”. Aunque suelo sonreír y seguir mi camino, ese día no pude evitar contestar al susodicho: “Pues sí, es cierto, pero por lo menos tengo dientes, veo por los dos ojos, tengo trabajo, amigos, mujer que a día de hoy no me engaña e hijo… es decir, no como otros… y olvídate, hoy no te doy un cigarrito”. Os lo juro, qué a gusto me quedé.