Me veo en Tarifa a punto de almorzar en el restaurante de mi amigo Antonio. Nos sentamos a una mesa fuera, bajo una sombrilla, porque a pesar de estar atravesando estas fechas, el sol relucía picante y el cielo moteado de pequeñas nubes sin importancia.
Un día de esos que te saludan y te abren el apetito, ya saben. Primero las cañas, las aceitunas y la carta. Todo apuntaba a un almuerzo agradable y en buena compañía. Oteamos la carta y elegimos, al fin, plato para compartir y algo de carne para cada uno.
A esto que salen del interior cuatro niños (8 ó 9 años más o menos) para jugar con un balón de fútbol en la terraza donde nos encontrábamos. Balones por allí, balones por allá. Eligen portería y guardameta tres o cuatro veces. Al final, la portería elegida es una junto a mi silla de la mesa; la otra, algo más apartada.
El de más allá lanzaba a lo Ronaldo al chico enjuto que junto a mí frenaba los goles con pasión cuando podía, la criatura. Yo, por el rabillo del ojo veía cada vez más cerca los balonazos que se colaban bajo las mesas aledañas, las sillas y el arriate del fondo: flores segadas y todo lo demás.
El camarero, esquivando quinielas, sirve los primeros platos; al llegar a los segundos, el balón se viene directo a mi careto y acierta el tiro: hostión en la oreja derecha. La mala leche que me entró ya se la pueden ustedes figurar.
Los padres de los niños adentro, con los postres de Pacharán y puro en ristre; yo, con los cojones encendidos y los infantes viéndolas venir. Tras unos segundos de miradas acuchilladoras, monto en cólera y los niños se echan las culpas unos a otro.
Una reprimenda de mi parte y asunto cerrado: los pequeños se van a jugar a la parte trasera del restaurante.
Son cosas de niños. Y a ellos, a los peques, no los culpo, entre otras cosas porque yo tengo un hijo de esa edad. Lo que me jode sobremanera es que sus padres y padras, o sea, madres, se la estén tomando plácidamente mientras los atisban a través de las cristaleras y no tengan huevos de pedir disculpas. O, al menos, de reprender a los niños por jugar con un balón donde hay gente comiendo.
Yo al mío, se lo juro, le estoy educando de otra manera. Pero tal y como veo el asunto, es mejor (según algunos) que se eduquen solos o que los eduque el maestro.
Al poco del balonazo en el careto puse mutis en mis labios porque me veía a hostias con el mamón del padre. Porque dicho sea de paso, los de hoy te acuchillan el pescuezo o te abren en canal como a un gorrino. Recuerden si no las reprimendas de los maestros lo caras que les salen a algunos.
Como se le ocurra a usted, maestro, corregir al niño ya sabe lo que hay: se presenta el padre con la escopeta de cacería y te da matarile en un pis pas. Luego va a juicio, pero a ti te cuece los hígados. Nada más hay que ver el programa de Antena3 en el colegio San Severo y atibar el ganado que tenemos pendientes de una buena mili o dos hostias en su momento.
Degustando el segundo plato, sale del interior del restaurante la manta de zánganos que tenían aquellos niños por padres. No me extrañó en absoluto el comportamiento de los chavales, ni el de sus progenitores, claro.
Son ese tipo de gente que en su vida han abierto un diccionario y no saben qué significa la palabra civismo.
Civismo se refiere a los patrones mínimos de comportamiento social que nos permiten coexistir en colectividad.
Se basa en el respeto hacia el prójimo, el entorno natural; buena educación, urbanidad, patriotismo y cortesía. Se puede entender como la capacidad de saber vivir en sociedad respetando y teniendo consideración al resto de individuos que componen la comunidad siguiendo unas normas de conducta y educación. No sé si a muchos esto les sonará a algo, pero no es chino, se lo prometo. Es castellano.
Un día de esos que te saludan y te abren el apetito, ya saben. Primero las cañas, las aceitunas y la carta. Todo apuntaba a un almuerzo agradable y en buena compañía. Oteamos la carta y elegimos, al fin, plato para compartir y algo de carne para cada uno.
A esto que salen del interior cuatro niños (8 ó 9 años más o menos) para jugar con un balón de fútbol en la terraza donde nos encontrábamos. Balones por allí, balones por allá. Eligen portería y guardameta tres o cuatro veces. Al final, la portería elegida es una junto a mi silla de la mesa; la otra, algo más apartada.
El de más allá lanzaba a lo Ronaldo al chico enjuto que junto a mí frenaba los goles con pasión cuando podía, la criatura. Yo, por el rabillo del ojo veía cada vez más cerca los balonazos que se colaban bajo las mesas aledañas, las sillas y el arriate del fondo: flores segadas y todo lo demás.
El camarero, esquivando quinielas, sirve los primeros platos; al llegar a los segundos, el balón se viene directo a mi careto y acierta el tiro: hostión en la oreja derecha. La mala leche que me entró ya se la pueden ustedes figurar.
Los padres de los niños adentro, con los postres de Pacharán y puro en ristre; yo, con los cojones encendidos y los infantes viéndolas venir. Tras unos segundos de miradas acuchilladoras, monto en cólera y los niños se echan las culpas unos a otro.
Una reprimenda de mi parte y asunto cerrado: los pequeños se van a jugar a la parte trasera del restaurante.
Son cosas de niños. Y a ellos, a los peques, no los culpo, entre otras cosas porque yo tengo un hijo de esa edad. Lo que me jode sobremanera es que sus padres y padras, o sea, madres, se la estén tomando plácidamente mientras los atisban a través de las cristaleras y no tengan huevos de pedir disculpas. O, al menos, de reprender a los niños por jugar con un balón donde hay gente comiendo.
Yo al mío, se lo juro, le estoy educando de otra manera. Pero tal y como veo el asunto, es mejor (según algunos) que se eduquen solos o que los eduque el maestro.
Al poco del balonazo en el careto puse mutis en mis labios porque me veía a hostias con el mamón del padre. Porque dicho sea de paso, los de hoy te acuchillan el pescuezo o te abren en canal como a un gorrino. Recuerden si no las reprimendas de los maestros lo caras que les salen a algunos.
Como se le ocurra a usted, maestro, corregir al niño ya sabe lo que hay: se presenta el padre con la escopeta de cacería y te da matarile en un pis pas. Luego va a juicio, pero a ti te cuece los hígados. Nada más hay que ver el programa de Antena3 en el colegio San Severo y atibar el ganado que tenemos pendientes de una buena mili o dos hostias en su momento.
Degustando el segundo plato, sale del interior del restaurante la manta de zánganos que tenían aquellos niños por padres. No me extrañó en absoluto el comportamiento de los chavales, ni el de sus progenitores, claro.
Son ese tipo de gente que en su vida han abierto un diccionario y no saben qué significa la palabra civismo.
Civismo se refiere a los patrones mínimos de comportamiento social que nos permiten coexistir en colectividad.
Se basa en el respeto hacia el prójimo, el entorno natural; buena educación, urbanidad, patriotismo y cortesía. Se puede entender como la capacidad de saber vivir en sociedad respetando y teniendo consideración al resto de individuos que componen la comunidad siguiendo unas normas de conducta y educación. No sé si a muchos esto les sonará a algo, pero no es chino, se lo prometo. Es castellano.
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