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El sexo de los libros

Daniel Defoe: ‘Diario del año de la peste’

Defoe evoca eficazmente la atmósfera de horror, desesperación y sufrimiento que envolvía a Londres...

Publicado: 28/03/2020 ·
12:15
· Actualizado: 28/03/2020 · 12:15
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  • Grabados sobre la Gran Peste. John Dunstall, 1966
Autor

Carlos Manuel López

Carlos Manuel López Ramos es escritor y crítico literario. Consejero Asesor de la Fundación Caballero Bonald

El sexo de los libros

El blog 'El sexo de los libros' está dedicado a la literatura desde un punto de vista esencialmente filosófico e ideológico

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En 1722 Daniel Defoe (1660-1731) publicó la presunta “novela” A Journal of the Plague Year (Diario del año de la peste; pero  el título sigue: siendo observaciones o memoriales de los acontecimientos más notables, tanto públicos como privados, que ocurrieron en Londres durante la última Gran Epidemia en 1665. Escrito por un ciudadano que continuó todo el tiempo en Londres. Nunca hecho público antes) en la que se narran las experiencias de un testigo ocular — negociante de guarnicionería y poseedor de una tienda— que, en 1665 (período álgido de la infestación),  presenció la Gran Peste de Londres (que se dilató entre finales de 1664 y parcialmente en 1666), cuando  Defoe sólo era un niño de cinco años. El azote acabó, en dieciocho meses, con la vida de alrededor de 100.000 personas, casi un veinte por ciento de los pobladores de la capital. El libro, elaborado mucho tiempo después de la calamidad, está basado, probablemente, en el diario escrito por Henry Foe, tío del autor, durante los aterradores sucesos, aunque hoy se sabe que Defoe consultó archivos, efemérides, recuentos de fallecidos (Bills of Mortality) y registros de la época, al margen de los inevitables recuerdos inventados. En el Diario emerge, como es obvio, un Londres anterior al Gran Incendio (Great Fire) padecido entre el 2 y el 5 de septiembre de 1666.

El género de la obra continúa siendo discutido y se ha cuestionado la autoría plena de Defoe o si éste reelaboró una documentación de 1665 (H. Brown, 1996), pero esta hipótesis ha tenido poco respaldo. La precaria novelización de lo  sucedido se hizo tal vez con el propósito de amenizar la disertación mediante el desarrollo dinámico de una acción narrativa, pero dicha novelización ha sido evaluada por algunos críticos como “escasa e inesencial” (Watson Nicholson, 1919), lo que es, como se verá,  bastante congruente. Es así que, al principio, el texto fue catalogado como de no ficción (F. Bastian, 1965),  y no fue hasta la década de 1780 cuando se resaltaron una serie de  elementos ficticios que llevaron a considerarla como una especie de “novela histórica”.    

Defoe es extremadamente minucioso en su relato y su intención es ser convincente y transmitir la veracidad de lo que comunica, utilizando para ello datos muy precisos, ya sean  fechas,  lugares, distritos, parroquias, barrios, calles o incluso domicilios particulares, familias y otros detalles,  como los de índole médica, aportando números  de víctimas  y contrastando  la información que llega a sus manos, hasta el punto que el libro de Defoe es  más exacto y pormenorizado que la sección dedicada a la Gran Peste del célebre Diario de Samuel Pepys (1633-1703), Secretario Principal del Almirantazgo bajo los reinados de Carlos II y Jaime II. Siempre fue creencia general que el mal vino, por vía marítima, desde Holanda, donde la contaminación se había extendido devastadoramente entre 1663 y 1664. La Gran Peste, o Great Visitation, fue el último gran brote de peste bubónica en Gran Bretaña.

Defoe consigna conductas de los ciudadanos: “Todos los que podían ocultar sus malestares lo hacían, para  evitar que los vecinos rehuyeran su presencia y se negaran a conversar con ellos, y también para evitar que las autoridades clausuraran sus casas; amenaza que aunque todavía no era cumplida, pendía sobre la población, en extremo asustada ante la sola idea del asunto.  (…) …la gente rica, en particular la nobleza y la alta burguesía del área occidental de la City, abandonaba en masa la ciudad con sus familiares y sirvientes, de manera inusitada. (…) En verdad, no había otra cosa para ver que coches y carretas cargadas de bienes, mujeres, sirvientes, niños, etc.; coches llenos de gente de la clase alta, y jinetes que los acompañaban, y todos huyendo. Luego aparecieron carretas y coches vacíos, y caballos de reserva con sirvientes, quienes —estaba claro— volvían o eran enviados del campo para recoger más gente. (…)  La multitud se apiñaba [en el Ayuntamiento] para conseguir pases y certificados de salud como si viajaran al extranjero; porque sin esos documentos no se permitía a nadie atravesar las ciudades por los caminos, ni alojarse en ninguna posada”.

Según la evolución cronológica del Journal, la patología mostró abiertamente su rostro a partir de abril del 65 (exactamente el día 22), después de unos decesos aislados ocurridos entre fines del 64 y los preliminares del 65; y el narrador se pregunta: “¿dónde estuvieron los gérmenes de la infección durante todo ese tiempo [de diciembre de 1664 a casi mediados de 1665]? ¿Por qué hubo una interrupción tan prolongada? ¿Y por qué no se prolongó más?”. El protagonista exhibe sus especulaciones, sus cálculos y perspectivas, deduciendo que hubo trueques y cambalaches para evitar cierres de casas y centinelas incordiantes. Y, en efecto, durante la epidemia se atribuyeron, engañosamente, muertes a otras causas que no fueran la peste.

En cuanto a los objetivos, el cronista (que firma al final con las iniciales H. F.) escribe: “He anotado este asunto tan detalladamente porque tal vez mi historia pueda resultar útil a quienes vengan detrás de mí, si alguna vez se vieran sometidos a la misma angustia y a la misma opción; por esta razón deseo que esta narración sea, más que una historia de mis actos, una guía para aquellos a quienes muy poco puede importar lo que fue de mí”.

No se excluyen críticas a los poderes institucionales y a los ciudadanos por no haber adoptado decisiones drásticas cuando empezó la plaga, instrucciones que podrían haber evitado muchos infortunios: “A menudo he pensado de qué modo, en los comienzos del azote, todo el mundo se hallaba desprevenido y cómo el desorden que siguió, y que habría de cobrarse tantas víctimas, provino, en parte, del hecho de no haber tomado a tiempo las medidas necesarias, tanto en el caso de la administración pública como en el de los particulares. Que las nuevas generaciones reflexionen; les servirá de advertencia y garantía, porque de haberse adoptado las medidas necesarias, y contando con la ayuda de la Providencia, muchas de las víctimas de aquel desastre habrían podido salvarse. He de insistir en este punto”.

Defoe trata de reflejar toda la atrocidad de la hecatombe: “Si fuera posible representar con exactitud aquellos tiempos para quienes no los vieron, y dar a los lectores una idea verdadera del horror que en todo se manifestaba, esto dejaría   profundas huellas en sus espíritus y se los llenaría de sorpresa. Bien puede decirse que Londres entero lloraba. Es cierto que no había enlutados en las calles, porque nadie se vestía de negro ni guardaba duelo formal ni siquiera por los amigos más íntimos; pero sin duda se oía en las calles la voz de los dolientes. Los gritos de mujeres y niños en las ventanas o puertas de las casas donde sus parientes más queridos estaban agonizando o ya muertos se escuchaban con tanta frecuencia que bastaban para traspasar el corazón más firme del mundo. Las lágrimas y los lamentos se oían casi en cada casa, en especial durante los primeros tiempos de la epidemia, porque durante los últimos los corazones estaban endurecidos y la muerte se había convertido en una visión tan habitual, que a nadie le importaba demasiado la pérdida de un amigo, ante la expectativa de correr idéntica suerte en cualquier momento”.

Sonó la hora de las supersticiones, sobre todo a raíz del cometa que pudo verse desde Londres meses antes del arranque de la virulencia. Luego vinieron los augurios, los mensajes apocalípticos, los conjuros astrológicos, las interpretaciones de sueños, los curanderos de toda laya, los locos profetizando a gritos por las calles… Hubo quienes oían voces aconsejándoles la huida; otros vieron apariciones en el aire; otros observaban las nubes descubriendo figuras y representaciones, como una espada de fuego sostenida por un brazo, o montones de cadáveres, o ángeles armados con sables; también hubo quienes se encontraron con fantasmas que merodeaban entre las tumbas de los cementerios. Sobresale la extravagante estampa de “Solomon Eagle, el extático”, el cual: “Sin hallarse enfermo, a no ser de la cabeza, iba por la ciudad denunciando el juicio de Dios, y lo hacía de un modo espeluznante; a veces andaba completamente desnudo y llevaba sobre su cabeza una olla con carbones encendidos. Yo no podría en verdad repetir lo que él decía”. Por su lado, los clérigos predicaban más espantando a los fieles que confortándolos… Y así sucesivamente.

Se dispararon los robos, saqueos y estafas. Fue una etapa de apogeo de la brujería, el fraude, la picaresca y el latrocinio. La dolencia, en su sintomatología, llevó a muchos a la locura y al delirio, y, en virtud de ello, a cometer desafueros, por lo que el narrador ve plausible el confinamiento de los apestados que impidió la propagación masiva y él mismo acepta la reclusión domiciliaria como componente defensivo y autodefensivo: “Gracias a Dios, yo seguía a salvo; estaba fuerte y gozaba de plena salud, pero me sentía harto de estar encerrado, así, sin aire, desde hacía unos quince días. No pude impedirme salir para ir hasta el correo a despacharle una carta a mi hermano. Fue entonces cuando observé el profundo silencio de las calles”. Londres estaba desierto; y, aunque los bancos no cerraron, “nadie acudía a ellos”. Sólo en las iglesias la gente se juntaba sin importarle la enfermedad ni si el que estaba a su lado pudiera emitir el miasma, pero también hubo  desalojos en estampida de templos por la suposición de que allí había alguien infectado. Eran las contradicciones conductuales provocadas por el caos. Los astrólogos y adivinos hicieron mucho dinero, pero por permanecer en la capital muchos de ellos murieron hasta que terminó esfumándose todo el tinglado mágico.  

En estas situaciones límite aflora lo mejor y lo peor del ser humano.

Acuciadas por la tragedia, las autoridades de la urbe —el Lord Mayor y los Alguaciles Mayores— establecieron unas normas de estricto cumplimiento para todos los  londinenses, como un estado de alarma con medidas más o menos similares a las que hoy día vivimos a causa de la pandemia del COVID-19: cierre de comercios, tabernas y casas infectadas o sospechosas con sus habitantes dentro (cuarentenas); prohibición de concentraciones humanas, vigilancia policial, movilización del personal sanitario, confinamientos domiciliarios preventivos, etc., que frecuentemente suscitaron actos de violencia callejera. Así también Defoe se hace eco del enorme estrago de la peste entre las abundantes capas más desfavorecidas de la sociedad, si bien agrega: “Imposible hacer entrar nada en la cabeza de los pobres. Continuaron dando libre curso a la habitual impetuosidad de su temperamento, lanzando gritos y lamentos si ya habían sido afectados, pero alocadamente despreocupados, temerarios y obstinados mientras se sentían bien. (…) A causa de esa aventurada conducta, la peste azotó a los pobres de una manera terriblemente violenta, y esto, sumado a la miseria de su situación, fue la razón por la que murieron en masa. (…) …un elevado número de particulares distribuyeron largamente dinero día tras día para socorrer a los infelices y enviaron a algunas personas para que se informaran de las condiciones de vida de determinadas familias y, caso necesario, para que las auxiliaran. (…) … la caridad de los ricos, tanto en la ciudad y sus aledaños como en el campo, fue tan grande, que subvino a las necesidades de un número prodigioso de personas que, de otro modo, habrían irremediablemente muerto de privaciones tanto como por culpa de la enfermedad”. Vemos, pues, una preocupación por subrayar la solidaridad de un segmento de las clases altas para con las más deprimidas, óptica de la caridad muy característica del partido Tory (conservador) al que Defoe sirvió como panfletista y espía, aunque luego, tras la caída de los tories, espió y escribió para los wighs (futuros liberales), oponentes de los anteriores.

Observamos cómo el actante que narra combina la relación de incidentes con reflexiones personales al respecto. Se cuentan muchas anécdotas que podrían ser calificadas de ligeramente novelescas, pero sin la estructuración, interconexión y coordinación que permitan hablar con propiedad de novela. Esas anécdotas responden a un método expresivo típico  del diario privado, con un estilo predominantemente periodístico, no el que más se ajusta al de una auténtica novela tal como ésta era concebida en aquella sincronía, si hacemos la comparación con su Robinson o con Moll Flanders, por ejemplo. Hay  piezas del anecdotario que han sido ampliadas por el relieve de su  intriga, como el episodio de “los tres viajeros”, el  más prolongado y el de más entidad novelesca. Al comienzo, los diálogos no proliferan  y, en su mayoría, son puramente circunstanciales. Si el protagonista (por llamarlo así) interviene en algunas acciones, su actuación no asume una notabilidad específica en el contexto del  testimonio referido. No obstante, conforme se avanza, las fracciones  dialogadas aumentan y, con ellas, esa impresión de fragmento novelado, por lo que se podría afirmar que tales fragmentos constituyen una novelización inserta en el dispositivo primordial que es el diario. Asimismo se da un incremento de la  humanización en un discurso que a veces puede revestir la rigidez de un sumario judicial.

Defoe evoca eficazmente la atmósfera de horror, desesperación y sufrimiento que envolvía a Londres, con los cadáveres tendidos en la vía pública, los suicidios, las madres que daban muerte a sus hijos;  sin embargo, el tono de la narración corresponde más bien al de la crónica, la literatura autobiográfica y la memorialística. Es, tal como pregona el título, un diario meticulosamente construido por alguien que crea un personaje ficticio —redactor de ese diario—  que es testigo directo de unos hechos históricos. La voz del relator se aproxima a la introspección y a la expresión de sentimientos para retirarse de inmediato hacia un ángulo de objetividad con predominio de una técnica expositiva-descriptiva a lo largo de toda la obra, donde el afán por el realismo y la verosimilitud ejercen una plena hegemonía, sin que estos rasgos desplacen un conjunto de peculiaridades intrínsecas del journal.  Precisamente por esta combinatoria estructural, el libro no deja de ser atractivo en su lectura. A pesar de todo, muchas unidades de ese  anecdotario se asemejan en no pocas ocasiones más a una declaración judicial que a un engranaje literario, ya que la implicación del autor fingido es bastante relativa o incluso distante.  

El cuadro de los síntomas y padecimientos del morbo surge con íntegra claridad: “Los bubones que generalmente se localizaban en el cuello o en la ingle se hacían, al endurecerse y cuando no se abrían, tan dolorosos como la tortura más refinada. Algunos desventurados, incapaces de soportar el tormento, se arrojaban desde lo alto de los balcones, o se pegaban un tiro, o se destruían por cualquier otro medio; casos como éstos vi muchos. Otros, sin poder ya contenerse, lanzaban gritos incesantes de dolor, y sus gemidos, tan fuertes, tan lastimosos, atravesaban el corazón de quienes los oían al pasar por la calle, más si se consideraba que el mismo terrorífico azote podía en cualquier instante descargarse sobre uno”.

Los tratamientos no presentaban una cara menos dramática: “Para algunos, el dolor de los abscesos resultaba particularmente violento e intolerable. Puede decirse que los doctores y los cirujanos torturaron a muchas de aquellas pobres criaturas, aun hasta la muerte. Como a veces los tumores se endurecían, los médicos aplicaban fuertes emplastos astringentes, o cataplasmas, para hacerlos estallar; y si no lo lograban, entonces recurrían al bisturí y practicaban unas terribles incisiones. En algunos casos, los abscesos se habían endurecido, en parte por la violencia de la enfermedad y en parte porque habían sido brutalmente punzados, y se habían vuelto tan duros, que ya no les entraba ningún instrumento ni era posible cauterizarlos: muchas personas murieron locas furiosas de dolor, y otras durante la operación”.

Había curaciones, pero la muerte ejercía su imperio: “Si los tumores llegaban a madurar, a romperse, a supurar, o, como decía el cirujano, a reabsorberse, el enfermo generalmente sanaba; mientras que quienes, como la hija de aquella dama, eran mortalmente afectados desde un primer momento, a menudo seguían viviendo indiferentes y tranquilos hasta muy poco antes de morir, y a veces hasta el instante en que caían desplomados, como ocurre con frecuencia en los casos de apoplejía y epilepsia. Algunos se sentían súbitamente muy enfermos y corrían en busca de un banco, de un abrigo, de cualquier sitio cómodo que fuese, o, de ser posible, a sus propias casas. Y como ya he mencionado, se sentaban, se desvanecían y morían. Esta muerte era muy parecida a la muerte que sobreviene durante el síncope: los enfermos morían en un sueño”.

Hubo ángeles de la muerte, como enfermeras que liquidaban a sus pacientes o vigilantes que hacían lo mismo con aquellos que supervisaban. Con variable  reiteración, el móvil de estos homicidios era el robo.

A otro nivel, y según afirma el cronista: “Lo que escribí acerca de mis meditaciones lo he reservado para mi uso personal; deseo que nunca se haga público, con ningún pretexto”, apuntando hacia un orden interior no revelado en un acceso de  discreción muy británico.

Sobre el curso culminante de la plaga, leemos que se alcanzó durante los meses de julio y agosto, pero además: “Llegamos, pues, al mes de septiembre, que fue, creo, el momento más terrible que haya conocido Londres. En todas las estadísticas que he examinado acerca de las epidemias que hayan azotado a Londres, no se encuentra nada parecido. El número de muertos declarado por el Boletín llegaba a casi 40.000, del 22 de agosto al 26 de septiembre, es decir, en sólo cinco semanas”, cómputo que genera dudas al narrador por estimarlo inferior a la realidad. Defoe se cuida de filtrar las informaciones receptadas en función de distintos criterios. Las vagas u oscuras las expone, pero señalando su posición vacilante: “son opiniones que nunca he visto demostradas, ni por mis de- mostraciones ni, que yo sepa, por las de ningún otro. De manera que las doy como me las dieron, subrayando, simplemente, que quizá tengan grandes posibilidades”. También se puntualiza sobre los sobornos que se practicaron en cuanto al número de infectados y muertos: “La opinión admitida en aquella época, y basada, creo, en hechos serios, era que los oficiales de las parroquias, los investigadores y las personas designadas para rendir cuentas del número de muertos y de las enfermedades causantes de la muerte se valían de fraudes. Debido a que a la gente le repugnaba el hecho de que la casa de sus vecinos pudiese estar infectada, pagaban, o mejor dicho, sobornaban a los empleados públicos para que señalasen las muertes bajo rótulos inofensivos”.

Será en la última semana de septiembre cuando se produzca el paroxismo de la malignidad, pero también cuando comience su debilitamiento. Nadie se esperaba un giro tan rápido. Muchos enfermos sanaban y disminuían las defunciones, pero no se había llegado ni mucho menos a la extinción definitiva del virus; de forma que la euforia desatada entre la población por las buenas noticias fue motivo de nuevas desdichas. Se volvió a recomendar la toma de precauciones aún ante el retroceso del patógeno, porque las recaídas podían ser todavía peores. El pueblo, sin embargo, desoyó los consejos: “Se reabrían las tiendas, y la gente iba y venía por las calles, se ocupaba de sus cosas y conversaba con el primero que encontraba en su camino, tratárase o no de negocios, sin averiguar siquiera por su salud, sin la menor aprensión, sin temor alguno por el peligro, aunque supiese que se trataba de alguien enfermo”, lo que trajo la muerte de muchos habitantes. Bastantes regresaron del campo a la ciudad. Otras localidades de Inglaterra sufrieron la epidemia con la misma fuerza que Londres, como Norwich, Peterborough, Lincoln o Colchester. La Divina Providencia y los fríos del otoño e invierno, se nos dice, coadyuvaron a la recuperación de la normalidad: “Día a día aumentaban los signos de una mejora. La mayoría de los enfermos se restablecieron, y la ciudad comenzó a recuperar su salud”. Era incuestionable que la voluntad de Dios estaba detrás de aquella traslación salvífica: “Nada más que la intervención inmediata de la Mano Divina, nada más que su Omnipotencia, pudo operar semejante cambio. (…) Era, evidentemente, un efecto de la Mano invisible de Aquel que trabaja en secreto y que primeramente había desencadenado la enfermedad sobre nosotros como un juicio. Que los ateos consideren mis asertos como mejor les parezca, no soy un iluminado, y en ese momento todo el mundo lo reconoció”. Este providencialismo (común a reformados y católicos) deja traslucir una religiosidad arraigada en la burguesía británica del siglo XVII que actuaba desde el centro neurálgico de su ideología como bloque social que iba consolidando una posición hegemónica irreversible.

Ciertos agoreros profetizaban que la peste volvería porque el castigo divino no había sido suficiente; y es verdad que hubo algunos sustos, pero no progresaron. “Tal fue la dicha del pueblo, que la vida parecía salir de la tumba”.

El ambiente de caridad y cooperación que siguió a la disolución de la plaga duró poco y retornaron las  discrepancias e incompatibilidades de siempre a todos los niveles: religioso, político, social, individual, etc.

Los escrúpulos a la hora de informar hacen que el narrador, en un impulso de fidelidad periodística, recalque lo siguiente sobre los eventos que ha reseñado: “Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato”.

Hacia febrero de 1666 se dio por concluida la peste; pero, en ese mismo año, como se sabe, Londres volvería a pasar un nuevo calvario, esta vez a causa de las llamas: “Pero todavía no se había cumplido el tiempo en que la ciudad debía ser purgada por el fuego, aunque tampoco estaba lejos: nueve meses después, vi a Londres reducida a cenizas”. Fue el Gran Incendio de 1666 al que ya aludí más arriba. Por otro lado, la Gran Peste tuvo como marco la Segunda Guerra Anglo-holandesa (1665-1667), que finalizó, ventajosamente para Holanda, con el Tratado de Breda el 31 de julio de 1667.

Concluyo esta recensión con dos citas, que se comentan solas, de un escritor francés que también consagró un libro memorable al mismo tema que el de Defoe; me refiero a Albert Camus (1913-1960) y a su novela La peste (1947): “Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando lo ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación”. Y: “La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”.

 

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