Se habían desplazado playa adentro, cuando la subida de la marea obliga a juntar a las gentes y, las heterogéneas sombrillas, se conformaban ante la visión, una estampa de hongos multicolores. Carrillo de manos de albañil por delante, con el barreño marinero que se utiliza para los boquerones, repleto de cervezas y coca colas; junto al barreño, la caja de cartón de patatas fritas. Pareja de gitanos, ella, aceitunada, quinceañera y bella, de blusa amarilla, para arriba y para abajo, confundiéndose entre los veraneantes, gestando tonalidades garcialorquianas entre esfuerzos de pisadas a galope del rompeolas. Quedan casi aprisionados entre las gentes, porque la marea sigue su curso ascendente. María y José, no se comen un pimiento, lo arcano de sus pueriles voces pregonadoras no halla respuesta. Nadie tiene sed, y ningún niño pide patatas fritas, nadie compra nada.
La venta cada vez se hace más complicada. Aprieta el calor, y el surco de la rueda del carrillo de manos se hace más honda y profunda, penetrante y valladora. Mariquilla y Joselillo no saben cómo ingeniárselas para que les echen cuenta, multiplicando sus huellas de pisadas calientes sobre la arena de playa.,
Surge entonces el duende de la raza, su profundo sello natural, un canturreo pausado y casi tímido, comienza a salir de sus gargantas, ¿cantes de dolor o de raíces?.. Las gentes saben más ahora que están allí y miran mejor, con otros ojos, al barreño negro de bebidas refrescantes. Comienzan a vibrar las manos de uno y otro. Compases de rumbas, conjugan sus golpes sobre la tapadera del barreño, unas voces se hacen más nítidas al sonido del compás, casi perceptibles a pesar del acento ahogado de sus sílabas.
Se hallaban cansados de tanto echarles poca cuenta. De la retenida sed de las gentes, del “amarraero” de los bolsillos. Y eso que este año están con ellos. Poco a poco el espectáculo de Mariquilla y Joselillo fue congregando la mirada de los bañistas y hacían acto de presencia para presenciar el mismo en semicírculo. Primero fueron los niños, que pedían a sus padres las cocacolas, luego eran los padres que echaban manos de las latas de cervezas. Los dos chiquillos acentuaban sus golpes de rumbas sobre la castigada tapadera.
Los rostros de Mariquilla y Joselillo habían perdido la rigidez, el aburrimiento y el cansancio con sus pinceladas de arte. Ahora mostraban su natural alegría de niños, porque lo eran. El barreño negro de coger boquerones, quedó vacío de bebidas, María y José cogieron playa arriba haciendo sus cuentas y hasta intercambiándose sonrisas.
El ojo de la aguja
Tambores gitanos
Surge entonces el duende de la raza, su profundo sello natural, un canturreo pausado y casi tímido, comienza a salir de sus gargantas, ¿cantes de dolor o de raíces?
- Juan Bautista Mojarro
- El ojo de la aguja
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