El mundo contemporáneo tiene como documento de referencia para la construcción de un Estado auténticamente democrático la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Salvo contados países que no lo han suscrito, este texto debería ser de obligado cumplimiento en la inmensa mayoría de las naciones de los cinco continentes. El artículo 18 de la mencionada Declaración afirma: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. Sin embargo, los medios de comunicación difunden casi a diario noticias que evidencia la falta de puesta en práctica del anterior artículo, y el silencio cómplice con que el primer mundo, y algunos voceros que parecen tener el monopolio de los derechos humanos, responden a esas noticias. Como por ejemplo, la condena a muerte decretada el pasado 15 de mayo en Jartum, capital de Sudán, contra Meriam Yehya Ibrahim, por haberse convertido al cristianismo, el secuestro de más de 200 niñas nigerianas por un grupo islamista, con la intención de convertirlas al Islam o esclavizarlas, y la condena, también a muerte, de Asia Bibi, una cristiana pakistaní, acusada falsamente de blasfemar contra el Islam. Noticias como las apenas enumeradas apenas encuentran eco en una sociedad –la nuestra occidental-, que teóricamente basa su desarrollo político en los derechos humanos, pero no parece estar dispuesta a reivindicar su cumplimiento en zonas donde –como las mencionadas- son violados flagrantemente. Y no sólo eso. En ocasiones asistimos atónitos a espectáculos como la reivindicación del culto islámico en espacios cultuales cristianos, como la Catedral de Córdoba, que fue mezquita hasta 1236, y desde entonces hasta hoy templo católico. Ésa es la propuesta que lanzó la semana pasada Izquierda Unida, coalición política que precisamente se desgañita para reivindicar desde un beligerante laicismo la invisibilidad de manifestaciones religiosas cristianas en ámbitos públicos, cuando en ellos se ejerce el derecho reconocido a expresar las propias convicciones religiosas. Sin pretender ser alarmista, un sereno diagnóstico de episodios como los mencionados atrás permiten hablar de una persecución religiosa contra los cristianos, sobre todo en países islámicos, y de una cristianofobia en países del llamado primer mundo. En el caso concreto de España, la afición al esperpento, tan propia del carácter hispánico, da buenas pruebas como la referida petición de IU. Pero el reciente fallecimiento de la escritora Mercedes Salisachs, el pasado 8 de mayo, ofrece otra buena prueba del sectarismo reinante en muchos ámbitos oficiales. Ha muerto una gran escritora, mujer por ende, y su desaparición ha pasado sin pena ni gloria en los medios. ¿Causa? Su profunda fe cristiana, nunca ocultada y siempre manifestada. No importa su calidad literaria –más que reconocida-. La opinión del ministro socialista de Cultura César Antonio Molina, cuando se le propuso realizar un homenaje a la hoy ya desaparecida escritora, fue que no era procedente, dado que se trataba de una autora muy religiosa. Argumento muy “cultural” en boca de quien hubiera debido fomentar la auténtica cultura, sin coloración política, y no dedicarse exclusivamente a lisonjear a los pretendidos intelectuales subsidiados con fondos públicos, sólo porque eran proclives a la propia ideología política.
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