La película
La realidad cotidiana, como bien saben, puede llegar a superar a la ficción. Y así, el retorcimiento de las mentes no sanas, es capaz de llegar a proporcionar munición más que suficiente para los detractores de las más nobles y leales intenciones del mundo...
con mi admiración
La realidad cotidiana, como bien saben, puede llegar a superar a la ficción. Y así, el retorcimiento de las mentes no sanas, es capaz de llegar a proporcionar munición más que suficiente para los detractores de las más nobles y leales intenciones del mundo, aunque pudieran parecerles descabelladas en todo o en parte a los que mohosamente atesoran bajo sus seseras principios de paja y barro. Por ello cuando llueve, no precisamente agua y tampoco cae del cielo, puede ser buena opción la evasión por unas horas ante la gran pantalla; si bien, las dimensiones de ésta se vean mermadas en aras a la variada oferta de los actuales multicines. ¡Todo sea por el consumismo!
Después de los previos de rigor: cena a base de bocadillos, patatas fritas, ensaladas y refrescos; abastecimiento de chucherías multicolores de goma y; cómo no, palomitas de maíz recién tostadas, cuan los años de noviazgo y los primeros de matrimonio –dejando la prole con los abuelos– mi esposa y yo nos adentramos en la dimensión de lo fantástico.
El curioso caso de Benjamín Button fue –a priori– la más que acertada elección de las que presentaba la variada cartelera. Sus trece nominaciones a los Oscars, no es desproporcionada ni enjundiosa valoración positiva para el film en cuestión. El contemplar una película, de casi tres horas de duración, sin perder ni un ápice de atención y emoción, y todo ello desprovisto del tremendismo y del sectarismo –como algunos simulacros del actual cine español– es digno de agradecer y, en justicia, pregonable recomendación a los cuatro vientos para aquellos que admiran el cine como arte en estilo puro.
No entraré en detalles del argumento, de la localización o de la magistral puesta en escena, de esta genial película, obviamente, para no privarle, amigo lector, de la agradable sorpresa que le producirá su visión.
Pero sí le diré, que al igual que el curso normal de la vida nos puede provocar, con el devenir de los años, latigazos de melancolía en el alma, una hipotética vuelta atrás en el tiempo –que pudiera presentarse como deseable apuesta por atrapar el presente– resultaría errónea e infructuosa solución para llegar a la felicidad plena.
Si se decide a caer en los brazos de una butaca situada enfrente de una pantalla que proyecte la que considero una obra maestra, para nada se sentirá defraudado.
Las féminas agradecerán la presencia protagonista de Brad Pitt que, sin hacer excesivo uso de su seductor físico, tocará la fibra sensible de ellas y de ellos.
Por último, una confesión, si casi todas las escenas guardan un marcado y profundo grado de humanidad, hay una escena en la que Benjamín, con unos ocho años de edad, aporrea delicadamente un piano. Si cuando ese rubio chiquillo, al oír pronunciar su nombre, volviéndose, le mire con sus inocentes ojos azules, y usted sea incapaz de derramar una o cien lágrimas; al finalizar la proyección busque con urgencia remedio para su grave ceguera o para su petrificada alma.
Disculpe mi atrevimiento, al aconsejarle no sólo la contemplación de la película citada, sino el que viva en autenticidad, pasando de artificios peliculeros o teatrales esperpentos de algunos malos actores, que hacen que la vida más que una buena película sea una absurda pesadilla.
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