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Sopa de piedras

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¿Recuerdan aquel cuento en que un forastero llegaba a una pequeña aldea y pedía para comer, pero nadie le daba porque todos eran muy pobres y no tenían ni para alimentarse ellos mismos?... Usando la astucia y el buen juicio el hombre dijo que iba a hacer una sopa de piedras que calmaría –por arte de magia– el malestar de todos. Ante la certeza que expresaba el hombre, los vecinos se congregaron a su alrededor en cuanto fue conocido su propósito, para lo que primero pidió una cazuela, luego agua, más tarde maderas para hacer el fuego, y así, cuando todo estuvo dispuesto, puso unas cuentas piedras en el puchero. Al poco de empezar a hervir el agua, todos olisqueaban ansiosos y risueños, por la misma esperanza de que calmarían su hambre, diciéndose unos a otros cuán rico estaría aquello, “pues mejor sabría con algunos ingredientes más”, dijo el forastero, al escucharlos, mientras no cesaba de remover, “como con esas zanahorias que llevas ahí en ese manojo”, le dijo a una joven campesina de ojos aniñados, “pues tómalas y échaselas”, respondió amablemente ella, y así cada uno de los vecinos –animados por esta acción y queriendo participar en el evento– fue añadiendo al cocido lo poco que tenía en su despensa, unos nabos, un puerro, unas patatas, unos garbanzos o unas judías, que, al terminar de cocerse, fue conformándose en una deliciosa sopa espesa y nutritiva, que se sirvieron en hermandad y concierto, coincidiendo en la bondad de la sopa y en lo bien que habían comido, con tan poco gasto.

Ahora que atravesamos una vez más el umbral de los 2.000 años de existencia, vienen unos científicos a decirnos que la máxima de la felicidad se encuentra en tener aseguradas nuestras mas mínimas necesidades y en compartir con los demás lo bueno que hay en nuestra vida.

Decimos que hay crisis y la vivimos como algo nefasto y ruinoso, pero no vemos más allá de nuestras narices, cómo hay la gente que siempre pasa necesidad, cuerpos que vagan sin que nadie vele por ellos, más que los altruistas, ángeles sin alas ni corona de fuego que da su tiempo y sus ganas en socorrer al que nació sin consuelo.

Dicen los científicos que en compartir está en la clave para tener la felicidad asegurada y que tener más no nos multiplicará la sensación de alivio o descanso o de serotoninas, que nos componen el cuerpo, para elevarnos en un mantra que nos iguala a los dioses, porque hemos nacido mortales y en nosotros está la mortalidad y cuanto antes nos demos cuenta, más y mejor podremos ayudar a los demás, confeccionando sopas de piedras que nos alivien a todos y con los que podamos conformar nuestros malos sueños, en la mitad de la media noche.

He tenido la suerte de compartir amistad con gente que acoge niños que no son suyos, en familias que no son –ni con mucho– de una alta solvencia social, gente que ahorra durante todo el año para pagar el billete del crío que le asignan y que cuando llega, lo primero que hace es dirigirse a una tienda o a un comercio para proveerlo de todo lo que le hace falta y... ¿saben qué? Allí se encuentra con otras familias de acogida con idéntico fin. Al irse los niños les preparan en maletas ropa, zapatos, juguetes, libros... y entre las lágrimas de despedida, siempre hay sonrisas cómplices de felicidad.

Tampoco he visto nunca amargura ni desidia, en los voluntarios de la Cruz Roja cuando reparten jeringuillas y buena voluntad a manos llenas entre los enganchados a la muerte, frente a las tapias del cementerio, ni me la expresó el grupo de artistas plásticos que cada año, por estas fechas, en Enfermería subastan sus obras para el bien de muchos, que, sin ellos, no tendrían el mínimo saldo de felicidad.

Hay muchos que saben que la felicidad se encuentra en el fondo de una caldero de sopas de piedra, en el cuchareo gozoso que da el compartir con los demás y ver sus caras sonrientes, en ser y saberte persona, en hacerte para los demás, donde el dinero y los lujos, lo accesorio y lo innecesario, no pueden compararse a un paquete de arroz o una manta de abrigo.
anaisabelespinosa.
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