Uno piensa que, cuando un amigo fallece, las muestras de dolor son públicas e histriónicas, como si ese desgarro hubiera que socializarlo para sobrellevarlo. No es así. Cuando la muerte pasea por tu círculo íntimo, sobre todo si viene avisando desde hace meses, el grito es interior y, aunque el llanto no haga acto de presencia en la cita postrera, el rumor sordo de la partida se impone en el día a día con una violencia fuera de duda. La crueldad es que pasen los días y pienses en llamarlo para que venga a comer, como siempre fue, con todo el grupo; o revivir las veces que te reíste junto a él en tantas madrugadas que no pueden ser dichas; o en recordarlo dándote consejos porque, pese a sus cosas, lo sabías sabio y tranquilo, la combinación perfecta para pasar por esta vida sin romper más platos de los necesarios; o en buscarlo incansable por la calle en otras caras que no son las de él; o en verlo en las presentaciones y firmas de tus libros pese a que ya no estará más entre tus lectores; o en recibir esa llamada intempestiva que te informaba de su paso junto a la redacción del periódico y te pedía comer contigo o cenar; o en escuchar los audios y los mensajes de WhatsApp que te mandó en los últimos meses para constatar que sigue vivo en tu corazón y tu memoria; o en verbalizar su ausencia, que es hacerlo presente, con otros amigos o con tu pareja; o en repasar los años locos de juventud, cuando en la cafetería de la facultad dibujábamos un futuro prometedor y unas noches imperecederas; o en rememorar las veces que os enfadasteis por estupideces, como aquel día en Toledo; o en verlo feliz y lleno de vida junto a Nacho en el Filo, aquella madrugada de Domingo de Ramos; o cenando en el De Cai, mientras la oscuridad y el frío abrazaban el Parque del Oeste y la comida caliente y las risas cómplices nos ataban para siempre a aquella amistad irrompible, incluso en los años en que no nos vimos; o reparar en aquellos libros que siempre llevaba bajo el brazo o en los huevos que tuvo para sacarse la carrera cuando ya era adulto y pensó que ya era hora de darse una oportunidad; o las lágrimas en mi boda, desde la última fila, en aquella luminosa mañana de un junio que siempre quedará en nuestros corazones. El dolor es pensarlo vivo meses después de su partida y saber que ya nunca vendrá. Ese es el grito, ese es el desgarro.
Fuego amigo
El amigo muerto
El dolor es pensarlo vivo meses después de su partida y saber que ya nunca vendrá. Ese es el grito, ese es el desgarro
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En mis columnas hablo de la Málaga que fue, de la que es y, a veces, de la que será
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