Basada en la novela de William Lindsay Gresham, ya adaptada al cine en 1947 por Edmund Goulding con Tyrone Power como protagonista, El callejón de las almas perdidas supone el regreso a la dirección del siempre interesante Guillermo del Toro, cinco años después de su último trabajo, la oscarizada La forma del agua.
Arropado por un reparto impresionante, encabezado por Bradley Cooper, Rooney Mara, Cate Blanchett y Toni Collette, y escoltado por un no menos extraordinario elenco de secundarios (Willem Dafoe, David Strathairn, Richard Jenkins, Ron Perlman, Mary Steenburgen, Tim Blake Nelson), la cinta, ambientada entre finales de los años 30 y los primeros 40, cuenta la historia de un buscavidas que encuentra cobijo entre una troupe de feriantes con los que intima y ante los que empieza a ganar protagonismo desde una actitud despierta, cautivadora, pero en el fondo desesperada, hasta que con el tiempo decide fugarse con una de sus integrantes para formar una pareja artística en solitario que terminará cautivando a la alta sociedad neoyorquina con su espectáculo de mentalismo.
Del Toro, coautor asimismo del guion adaptado junto a Kim Morgan, hace patente su fascinación por la historia a partir de una puesta en escena encomiable en la que sobresale una excelente dirección artística, pero también su maestría para introducirnos en un universo tan particular en el que, más que el avance de la trama, se centra en definir la función y la aspiración de sus personajes principales -la primera media hora es brillante-, al tiempo que disfruta recreándose en los aspectos más oscuros y perversos del relato -el autor de la novela se especializó en varios títulos sobre monstruos de feria, como los retratados en Freaks por Tod Browning-.
Sin embargo, cuando la película cambia de época y escenario, Del Toro sucumbe a la indefinición del género: ¿es un noir?, ¿un melodrama?, ¿un drama? En realidad, todo a la vez, aunque con la sensación de mostrarse menos eficaz y novedoso a la hora de contagiarnos su pasión por el desarrollo de los acontecimientos, que acaban rendidos a una evidente evolución: la del arribista dispuesto a todo con tal de seguir escalando hasta una posición económica acomodada, sin reparar en lo que refleja su imagen ante el espejo, el rostro de un cateto con la dentadura recta absorbido por sus demonios y ante el que resulta imposible guardar cierta compasión.