Con “Las niñas siempre dicen la verdad” obtuvo Rosa Berbel (Estepa, Sevilla, 19977) el XXI premio de poesía joven “Antonio Carvajal”.
Sorprende desde los poemas iniciales, la madurada sobriedad de una palabra ácida y honesta, directa y cómplice. Y sorprende, a su vez, que ese cántico venga acompañado de un verso tan preciso en sus latidos interiores. De tal dualidad se deriva un discurso realista, cercano al desconsuelo, pero que atrapa la lector por la verdad que encierra su mensaje: “Nos observo en la calle un día nublado,/ como niños muy viejos jugando sin permiso/ junto a maquinas sucias de conservas./ Estamos en el centro de la imagen,/ nuestros rostros pequeños en el centro de todo,/ con una luz encima./ Todo está muerto aquí, y sin embargo,/ la basura expandía los límites del mundo,/ como una geografía improvisada”.
Las huellas de Rosa Berbel se perpetúan sobre un paraíso árido, sobre un ámbito de cierta violencia y tristura. Pero su alma no renuncia a dibujar trazos de esperanza, a alumbrar un mapa que sea cobijo propio y común donde hallar la victoria frente al desolvido. Desde esa redención frente al tiempo vivido y por vivir, el yo lírico ambiciona un espacio desposeído de las prisas que concede la juventud; y, a través de un verbo que fija su materia corpórea frente al umbral de lo venidero, desnuda la semántica de lo pretérito: “Era verano entonces y a nosotros/ nos picaban las piernas del sudor/ y la euforia./ Desde aquel día parece que los demás/ tan tibios/ se quieren siempre menos”.
Dividido en dos apartados, “Quemar el bosque” y “Plenas de futuro”, el volumen evidencia en su primera sección una reflexión honda sobre cuanto gira en derredor de lo cotidiano. El presente se aparece con un halo de desengaño, de sombría deshumanización, y en él, la familia surge como un lugar de aprendizaje doliente, de empírico desasosiego. Hay poemas de excepcional intensidad, “Sisterhood”, “Árbol genealógico”, “Exorcismo”, que reflejan los indicios de un tránsito complejo y quebrado: “De tanto escribir sobre nuestros padres (…) de tanto escribir para librarnos de su historia,/ de sus tristes errores o sus fracasos/ viejos, puestos en una hilera,/ de tanto escribir sus nombres falsos/ solo sus nombres falsos,/ como si fueran nuestros,/ acabaremos siendo igual que ellos”.
Su segunda parte tiene como pórtico los versos de José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años”. Desde ellos surge un territorio donde crece el recelo, la inseguridad, una gramática futura que se duele y se resiente frente a la incertidumbre. Los años vividos no son sino una niebla de “miedos felices”, de ilimitados contratiempos. Cuanto resta es una senda llena de obstáculos, de vaivenes, de ausencias que, al cabo, no impedirán retomar el vuelo para saber que el mañana compondrá las piezas necesarias para una dicha posible: “La infancia ha terminado./ En esta casa nueva,/ no reconozco el orden de las cosas/ ni la lógica esquiva de la sangre./ Pero sé que hay lugares/ en los que solo basta una palabra/ para encender el fuego”.
Como coda, “Sala de espera para madres impacientes”, un poema de largo aliento que respira un singular descreimiento, que modula la contradicción de la libertad y que rastrea las coordenadas femeninas con una dicción sincera y totalizadora: “El tiempo es una niña que crece/ y crece hasta que al final toma/ tu cuerpo de mujer/ y lo estrangula./ No voy a fracasar en la paciencia”.