Hay muchas versiones del éxito, si bien podemos acordar que es llegar a conseguir algo que está más allá de todas nuestras expectativas. Eso fue lo que le ocurrió a Carmen Laforet a los veintitrés años, ganó el premio Nadal. Además, consiguió el consenso de todo el mundo intelectual, que la leyó y la consideró una gran obra. Fue como suele decirse llegar y besar el santo.
Cien años después de su nacimiento, con la perspectiva, quizás tanto éxito le puso el listón muy alto el resto de su vida. Ninguna de las novelas que escribió después estaba a la altura de “Nada”. Ella seguía disfrutando al escribir, pero temía confrontar sus obras con la opinión del público, esta parte del proceso le causaba un intenso dolor. Al final de su vida sufrió una enfermedad degenerativa que le impidió escribir y más tarde hablar.
La mayoría estamos muy lejos de conseguir un gran premio literario, soñar está más cerca de un premio de un sorteo. Seguir el tópico de los anuncios, levantarse y empezar un día distinto fuera de nuestras cotidianas rutinas. Sin embargo, una vez leí un artículo en el País Semanal que decía que ser ricos haría más felices a los agraciados al principio, pero, que después de un tiempo, cada uno volvería a su estado anímico habitual.
La verdad es que el tema me llamó la atención porque desmontaba un mito. Triunfar debería hacernos felices, eso es lo que creemos cuando pasamos por un mal momento. Pero, si ni eso es capaz de salvarnos de nuestros propios demonios, apaga y vámonos. Todo el castillo de naipes se viene abajo y no nos queda ni siquiera vivir de la esperanza.
No sé si aquel estudio será verdad, quizás estaba hecho para consolar a los lectores, una nunca puede saber hasta donde llega la literatura de auto ayuda. Yo me crié leyendo a Mafalda y ella decía: “el dinero no da la felicidad, pero que bien la disimula”.