Es propio de una sociedad evolucionada que todos los factores y actores que intervienen en la constitución del colectivo caminen hacia unos valores cuyo sentido común en primer lugar, leyes e ideología, sonrían al unísono. Cuestión poco despreciable, teniendo en cuenta la multiplicidad de factores, diversidad de opiniones e intereses que intervienen.
En la actualidad y constriñéndonos al ámbito territorial, ya sea autonómico o nacional, los términos que acuñan el título del presente, forman parte de la realidad más candente, propiciando una amalgama de idas y venidas, asertos y rectificaciones, acusaciones y descalificaciones, que sin lugar a duda revierten aquel sentido común sobre el que se desearía caminar.
Multiplicidad de ideologías tanto conocidas como emergentes configuran un mapa de razón o sin razón donde todos quieren llevarla, haciendo oídos sordos a las contradicciones, por evidentes, que desfiguran sus postulados.
La ideología, como conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona o colectivo, ya sea de naturaleza política, social o cultural, encierra implícitamente el conocimiento y desarrollo de aquellas máximas que la sustentan. Y son éstas precisamente, a modo de premisas, las que dan lugar a las conclusiones que dibujan el marco y línea de actuación.
En este sentido las hay bien definidas a tenor de los resultados. Verdes y amarillas, azules y rojas. De todos los colores. Lo más llamativo y confuso al mismo tiempo es que todas parecen, según cuentan, ser patrimonio de la verdad, equidad y justicia.
Las ideologías que arrastran historia en el tiempo cuyos intereses más universales eran contrarios entre sí, parece como si quisieran confluir en una suerte de convivencia imposible, a la desesperada, como para no perder esa extensión y presencia geográfica que garantizaba legitimidad. La contradicción está servida.
Pero antes que la contradicción está la coherencia, no tanto concomitante sino individual. Aquella que hace cierta la teoría o axioma sobre el que se sustenta el edificio que le da entidad y en el que se cobijan las esperanzas de quienes puedan encontrar un refugio cierto ante las variadísimas contingencias que el propio dinamismo de la sociedad conlleva.
Siendo la palabra el medio de comunicación por excelencia, directo, educado a través del significado explícito en cuanto a contenido si lo hubiera, se presenta necesariamente como ente divulgativo de la ideología.
Es, a través de la palabra, que nos expresamos en ideas, pensamientos y voluntades. Una forma inefable de dar cuerpo a cuanto somos, proponemos y deseamos. Una suerte de variable inequívoca de nuestra naturaleza, irrepetible en otras formas de vida conocidas y cuya consistencia y solidez no tiene parangón. Y es a través de ella que servimos ideología.
La palabra sagrada no solo quiere referirse a las escrituras. No. Toda palabra es o podría ser sagrada. En ella y en su respeto se comprime o expande cuanto somos. Por lo tanto, será la palabra el vehículo sagrado – si se me permite – de comunicar cuantas ideas pudieran ser dignas de comunicarse.
Pero parece que la dignidad no es moneda corriente. La palabra y su uso, muchas veces lo indica. Lejos de estar en el álgido punto de la escalera, desciende con demasiada frecuencia a los fondos inconfesos de la mentira, el engaño y la descalificación, en una suerte de arma arrojadiza que tiene como objeto el ostracismo y el ‘tú más’.
Cuanta sinrazón podría evitarse si cuidáramos la palabra, para no convertirla a menudo en la más abyecta cerrazón de la comunicación. Más si cabe, cuando de forma consciente, calculada, interesada, manipulada, orientada en el partidismo, la desfiguramos hasta el ridículo.
Así usada, no puede sino producir la confusión y la desconfianza.
Pero la confusión no debería dar lugar el acto.
Alguien afirmaba que ‘el pensamiento, sentimiento y acto en su correlación definían al SER completo’.
Si los actos son la prolongación efectiva de lo que pensamos y decimos; si damos como cierto esto, no nos sorprenderá que sea a través de ellos que vengamos a resumir de manera inequívoca lo que somos.
De igual manera pasa con las ideologías que mantienen los distintos grupos, sociedades o individuos, quienes de forma más o menos intermitente, periódica o hasta el hartazgo, intentan hoy día más que nunca, a través de los prolíficos medios de comunicación, convencer de ´y yo más´.
Es imposible que una palabra pueda tener dos significados distantes. Y menos aún que su proyección lleve a actos diametralmente opuestos.
Los resultados de la situación social, política y cultural en esta multicolor paleta de claroscuros corre el peligro de convertirse en color sucio. Aquel color que no expresa ni profundidad ni luminosidad. Neutro, impersonal, indecible en conclusión cromática. Es decir: desechable.
La prudencia en la actitud no es posible si no existe en la palabra. Y menos aún si el resultado en acto no se corresponde con las anteriores.
Cuando de forma reiterada se viene contradiciendo, tergiversando y manipulando la palabra, el acto ofrece una realidad lejos de cualquier virtud. Pero ello no es trivial. Al contrario, suele ser en muchos casos dramática e injustamente determinante. No hace falta nada más que asomarse un poco por la ventana, subirse al tranvía del día a día o sumergirse en el suburbano de lo aparente.
Una inquisitoria por necesaria pregunta acerca de verdad en ideologías tiene sentido hoy más que nunca. Se hace más perentoria por urgente. Es imprescindible.
Una revisión de la palabra en todo cuando se dice, debería ser, definitivamente, la perenne asignatura a aprobar, revisar y reestudiar por la mujer y hombre político. Debería de ser el libro de cabecera, la almohada del descanso, la alarma de la incongruencia.
Una revisión de la ideología de la mujer y hombre político, debería ser la cara de la dignidad en su correspondencia con sus asertos acerca de la igualdad, equidad y justicia en todos y cada uno de sus axiomas, recitados cada noche al irse a dormir.
Una revisión del acto debería ofrecer la conclusión de que la ideología, acompañada de las palabras, influye de manera acertada, conveniente y sobre todo responsable en el resultado, y éste con las necesidades de sus destinatarios.
Mientas esto no se produzca, los síntomas en ejemplo y actitud seguirán siendo correlación de aquella confusión de la que hablábamos.
Lo contrario es claridad. Mejor aún: verdad.