Donald Trump ha mandado sentar a Pedro Sánchez. Le ha señalado con el dedo, signo de autoridad y prepotencia, que es como ahora se construyen los líderes políticos, o como necesitamos que se construyan, para terminar por reducirlo todo a una cuestión entre buenos y malos -donde sólo caben los malos es en el mundo que rodeó a ETA y en el que rodea al terrorismo en general. Por desgracia, en la televisión pública no hubo nadie esta semana con la valentía suficiente para aprovechar la entrevista a Arnaldo Otegi y enfrentarlo a su propio espejo, en vez de hacernos sentir vergüenza ajena-.
Pero volvamos a los buenos y malos de tebeo. Por muchas explicaciones que den desde Moncloa sobre el gesto de Trump, ninguna coincide con la más evidente, la del desprecio, y es bastante probable que Sánchez termine sacando provecho de la misma desde su innata resiliencia, acostumbrado a desprecios peores en su propio partido y al escaso oportunismo de figuras tan dudosas como la de José Luis Rodríguez Zapatero, a quien Santiago González comparaba esta semana con Kevin Roldán: ya saben, “contigo empezó todo”, que dijo Piqué. El principio del fin.
Quien también ha señalado con el dedo ha sido Albert Rivera, que ha mostrado el camino a la calle a los críticos. Por mucha coherencia que quiera testimoniar Inés Arrimadas en defensa del discurso de su líder, es demasiado tarde para desandar los pasos por los pasillos de un laberinto que hasta sus más incondicionales pensaban que sortearía con alguna fórmula mágica, y siempre con España por bandera. Rivera tal vez concluyó que le bastaría con la coherencia para triunfar, pero lo hizo tras olvidar la máxima que todos aprendimos de Felipe González en los ochenta: el único triunfo posible viene del pragmatismo.
Si no les han parecido suficientes argumentos con los que entretenerse durante la semana, siempre nos quedará la opción de hablar del tiempo, que ha dejado de ser recurso habitual frente al silencio incómodo de un ascensor, para convertirse en tema de conversación prioritario. Al menos eso es lo que deben entender todos los telediarios del país, que ya dedican más minutos al puente de Triana -siempre hay alguien que pasa por allí harto de calor- que a hablar de pactos, corrupción y desigualdades. Entiendo la pretendida justificación que subyace bajo el hecho de informar de lluvias torrenciales en invierno y olas de calor en verano: nos estamos cargando el planeta. Pero también hemos convertido en extraordinario lo que tenemos aprendido desde pequeños: en otoño llueve, en invierno hace frío, en primavera luce el sol y en verano hace calor. Lo que ahora insisten en definir como “ola de calor” lo supo describir mejor Chiquito cuando hablaba del verano: “la caló apretaba”.
Ante tanto maniqueísmo y pretendido alarmismo, es lógico, pues, que la ficción, como vía de evasión, viva uno de los momentos de mayor creatividad de las últimas décadas, y sustentada a su vez en la apuesta por el talento, que es parte esencial del éxito de plataformas como Netflix o HBO. La primera estrena en unos días la nueva temporada de Stranger things, que es un nostálgico y generacional regreso al pasado -imprescindible para los que fuimos niños en los ochenta-, y la segunda acaba de rematar con un largo el desenlace de Deadwood, todo un manual acelerado de supervivencia que bien podría subtitularse: la vida es esto, y nada más.
La autenticidad, no la realidad, envuelta en un halo de ficción, que es lo que diferencia a este tipo de historias de las sagas distópicas, que también se han hecho un hueco de preferencia dentro de las series y películas de ficción. Hay quien sitúa entre ellas a Black mirror, aunque eso sería reducir su espectro, ya que no habla de realidades a las que haya que combatir, sino de realidades que se han hecho ya presentes en nuestras vidas, y dan auténtico pavor, desde el control tecnológico a la justicia extrema, a un paso de la no ficción. No es extraño que la gente las prefiera a un informativo: se aprende más de ellas. Lo del calor es una evidencia.