Como cada domingo desde hace décadas cumplo con el rito de leer la columna de Manuel Vicent, veterana briza mediterránea en estado puro. El título de esta semana que aparecía en la web era sugerente Salteadores y bandoleros de las instituciones. Durante las expediciones por nuestras escabrosas serranías siempre hubo un momento para imaginar cómo hace un par de siglos sería la vidade nuestra gente en estas duras tierras, abrigándose en las grutas más escarpadas y con una subsistencia basada en los escasos recursos naturales. Así solo cabía apoderarse, mediante tretas y astucia, de cuanto les había desposeído un caciquismo asfixiante y aplastante. El Tajo de la Caina, la Cueva del Gato, el Torcal o la Trocha animan a comprender las razones de una actividad inadmisible bajo nuestras actuales coordenadas sociales. Resulta paradójico que otras culturas han ensalzado a estos personajes, como el paradigmático Robin Hood, con el fin de esperanzar al pueblo de que la vileza del poderoso podía tropezarse con la valentía de un justiciero por devolver al pueblo lo que era del pueblo, a la par que advertir al bellaco que sus desmanes no quedarían impunes. En España tuvo que ser el uruguayo Antonio Larreta quien revindicara la épica de estos personajes con una figura señera como la de Curro Jiménez, llevada a la mejor serie de nuestra televisión, excepcional tanto en la dirección como en los repartos y la producción.
El título de la columna de Vicent fue rápidamente cambiado quedando solo en Salteadores, y las únicas referencias a los bandoleros se redujeron a su vinculación al origen de la Guardia Civil. Alguien debió advertir de la notable diferencia entre salteadores y bandoleros, que al menos en el subconsciente colectivo del Sur parece obvia. Los salteadores tramaban y traman para exclusivo beneficio propio. Hoy les apodan ranas, pobres batracios que inmerecida simbólica. Pero hoy ya no existen bandoleros que obliguen a los ilícitamente enriquecidos a devolver cuanto han acaparado a costa del pueblo. Si los hubiere tengan a buen seguro que acabarían pudriéndose entre rejas, ya que no quedan bosques como el de Sherwod que acojan a los proscritos. Mientras tanto los saqueadores de las arcas públicas disfrutan de la libertad y en breve del patrimonio atesorado ilícitamente.