La caída de
Aguirre pone fin a su habitual cólera, la que usaba para tratar a los adversarios políticos y ridiculizar a los informadores cuando querían indagar en los asuntos turbios que supuraba su partido. Todo empezó con el
tamayazo, o quizá antes, con una fundación cuya naturaleza es imposible de describir si no se hace referencia a la financiación ilegal de la campaña electoral que la llevó, por vez primera a la Asamblea de Madrid.
El tamayazo inauguró una forma de hacer política inédita hasta entonces en España y por eso el impacto causado marcó, como se dice ahora, un antes y un después. Y todo, en el enjambre pasional que alimentaba Aguirre en su entorno inmediato.
Desde aquel hecho siniestro, se estableció la barra libre. Es imposible reducir a un folio el alcance de las miserias acumuladas bajo las alfombras de sus gobiernos. Esta señora de lágrima fácil y maldad en el trato hasta límites insospechados, soberbia y petulante en muchas ocasiones, al decir de quienes han tenido la osadía de ser su oposición, definió un estilo político del que mamaron sus colaboradores más directos,
Granados y
González, ambos hoy en prisión preventiva. No es que ellos inventaran el sistema, es que una vez establecido el marco amoral de la política, su actividad ilícita era el pan de cada día.
La política es, muchas veces, el esperpento dibujado por
Valle en Luces de Bohemia, no porque abunden en ella ‘cráneos privilegiados’, como decía
Don Latino de Híspalis, sino porque anidan a sus anchas personajes de la cuantía ética que describía con su verbo penetrante
Max Estrella, que a pesar de su ceguera veía con claridad los problemas que maltratan a los españoles en un país mediocre. De subsecretarios arribistas y políticos vendidos. España, no lo olvidemos, se refleja en los espejos del Callejón del Gato, deformada y ridícula, agigantada y minúscula, cóncava y convexa. En ella triunfa la picaresca del escritor anónimo y el desaire y la capitulación de los que están para mandar, y mandar bien.
Los delirios de Granados, dicen, le llevaron a edificarse una casa hortera en Valdemoro que tenía frisos y columnas como las termas de Caracalla, y a González a tener un casoplón en Pozuelo y a apropiarse, es un decir, de un ático en Estepona, en una urbanización chic a la altura de su ambición de funcionario de tercera venido a más. Ahí es nada.
Pero de todo esto a mí lo que me intriga es saber por qué a
Tomás Gómez, el único que de verdad se enfrentó en absoluta soledad a Ignacio González y a su ‘presunta’ corrupción y al que por ello le atribuyeron todo tipo de maldades e insidias, fue cesado en sorprendente e inédita decisión por
Pedro Sánchez, que desde su otero de Ferraz, desde donde, estoy seguro, se veía con claridad la corrupción de González y la honestidad de Gómez, prefirió liquidar al batallador y finiquitar su batalla.
Qué cosa tan rara que Pedro Sánchez hiciese eso, ¿verdad?