Decía Carmen Martín Gaite en su “Caperucita en Nueva York” que la gente que viaja en el metro lleva siempre los ojos puestos en el vacío, como si fueran pájaros disecados. No le falta razón. Te subes a cualquier vagón y parece que hay una muro de metacrilato entre ellos, a veces con la coartada de unos auriculares, un libro o simplemente unos pensamientos. La gente no está triste, ni seria, está ausente. Y eso dota al metro de un aire de museo de cera que a veces es asfixiante. Por lo menos para servidora.
Crucé por primera vez el Atlántico allá por los años noventa, y después vinieron otras tantas ocasiones.
Pero no entendí completamente el carácter neoyorkino, hasta que años después volviera. Yo más vieja, y la ciudad herida de muerte en la zona cero. Con esa curiosidad morbosa que tenemos los humanos por todo lo que huele a muerte y tragedia, me planté donde antes se erguían soberbias las Torres Gemelas.
Aquellas que rivalizaron con el Empire State en fama, jamás en belleza. Aquello era un maremágnum de vallas y excavadoras. Más se parecía a las obras de un nuevo centro comercial, que a la fosa común de miles de víctimas. No en vano habían pasado unos años desde el atentado del 11 de septiembre.
Un poco decepcionada (y perdonen la morbosidad) me iba a marchar cuando decidí entrar en una especie de pequeño museo que imagino que sería el germen del que después nació en el 2014. Dentro había unos pocos curiosos como yo, quizás resguardándose de los 7º bajo cero, más que interesados en aquello. La sala estaba llena de escombros fácilmente reconocibles, ropas llenas de polvo, cascos de bomberos y un mural enorme lleno de pequeñas fotografías de desaparecidos. Esas fotos que te haces sonriendo para un carnet o una ficha de trabajo, sin imaginar que servirá en un algún momento para reclamo de tu desgracia.
Pero lo que realmente me conmovió, mucho más que todo aquel altar de desgracias, fueron unas pequeñas cajas de pañuelos de papel que estaban repartidas por toda la sala. Discretas, pero contundentes. Dando testimonio de lo que había pasado, y todavía estaba pasando en el corazón de muchas personas.
Allí, esperando las lágrimas de los neoyorkinos, unos pañuelos de papel para los ojos de unos viajeros de metro que no están disecados.