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Guadalquivires anchos y libres

La tan traída y llevada dicotomía de esta ciudad volvió a hacer de las suyas el pasado veinte de noviembre...

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La tan traída y llevada dicotomía de esta ciudad volvió a hacer de las suyas el pasado veinte de noviembre. Ese yin yang, en el que los tópicos quieren cifrar la ciudad, partiéndola para todo en dos bandos, regresó bajo la forma del azar para hacer protagonistas, en el mismo día, a dos mujeres sevillanas. La máquina del antagonismo se frotó las manos en esa jornada, los planetas se habían alineado para trazar una línea y, ¡qué fácil!, oponer dos orillas: la duquesa fallecida frente a la tonadillera encarcelada, la aristócrata del pueblo frente a la coplera que quiso ser casta, la señora del centro frente a la gitana del Tardón, la buena sevillana frente a la mala sevillana. Hubo fuegos artificiales de tópicos, retransmitidos además en todas las cadenas de televisión del país. Sevilla convertida en actualidad, una vez más, por el blasón y la bata de cola.

Bajo esta reducción simplista y naif del alma de la ciudad -ojo, que no niego ni la bondad de una ni que la otra sea una delincuente- brilla oscuramente una cuestión que me inquieta: el calificativo de buen sevillano. Ese título suele usarse para hablar de aquellas personas, nacidas o no en la ciudad, que participan activamente -y muy visiblemente, eso es fundamental- en cuantos saraos, actos, fiestas y tradiciones se celebran. Tan es así, que a veces es el único requisito exigido en esta particular oposición al puesto de buen sevillano, desterrando a la orilla de enfrente -siempre la maldita dicotomía sevillana- a quien no participa de esa manera de vivir la ciudad. Suele decirse de alguien que es buen sevillano porque hace visiblemente, cuando no histriónicamente, lo mismo que hacen miles de sevillanos anónimos sin ser vistos ni escuchados, viviendo su ciudad y sus tradiciones de una manera espontánea, natural y verdadera, heredada en el testamento de la sangre y con respeto a lo mejor de su cultura. Estos sevillanitos invisibles, de los que nadie se preocupa en colocar en el cesto de los frutos buenos o malos, si tuvieran las posibilidades económicas, culturales y sociales de los llamados buenos sevillanos, quizás harían algo mejor de lo que es a esta ciudad. 

Pero el azar, que es más listo de lo que suponemos, en esos mismos días de blasón y bata de cola abrió las compuertas para que corriera un Guadalquivir fresco, libre, caudaloso, luminoso, fértil y útil entre esas dos orillas mediáticas y tópicas de la buena y la mala sevillana. Un caudal que arranca costras y lugares comunes, que recoge las más ricas aguas de los clásicos para bañar las marismas del pensamiento actual. La fortuna quiso que en esos días se le concediera el Premio Nacional de las Letras a Emilio Lledó, uno de esos hijos de la ciudad injustamente metidos en el saco de los malos sevillanos, cuando no en la fosa común de los desconocidos para la mayoría de sus conciudadanos.

Ante estos hijos de la ciudad –metan en el saco un puñado más, entre ellos a A. Machado, Cernuda y Chaves Nogales- uno se cuestiona si son buenos sevillanos según los estándares, y llega a plantearse qué es ser buen sevillano, más allá de bailar sevillanas, vestir una túnica o afirmar que “esto es lo mejor del mundo”. Quizás la respuesta esté ante nosotros, en el río grande de la ciudad, metáfora absoluta de la condición de buen sevillano, por lo menos para mí. Ser río caudaloso, atesorar, además de los nombres dados por las diferentes razas, religiones, culturas, cosmovisiones, que han habitado la ciudad, lo mejor de todas ellas; nunca estancarse, buscar la libertad del mar, abrir horizontes nuevos y acoger las aguas de los afluentes, ensanchar las márgenes y arrastrar la porquería, sumar, unir, brillar, amansarse en la reflexión y rebelarse contra los diques, y acariciar las orillas de la ciudad amada para pulirla.  

Ese río grande y metafórico lleva demasiado tiempo escindido, la corta le causó un profundo daño. Desviaron su caudal para convertirlo a su paso por la ciudad en un río sin pulso, un artificio, una mentira, un estanque turbio y detenido. Mientras, el gran río vivo, corre a espaldas de la ciudad.  Ser guadalquivires vivos, anchos y libres que buscan lo mejor del Sur del Sur. Es la mejor metáfora del buen sevillano.

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